jueves, 6 de agosto de 2009

Los mails de los que mueren


      Juan, Q.E.P.D. Qué nombre tan común para alguien tan especial que hizo un culto de la amistad, eso sí, virtual; se jactaba de tener es su lista de correo más de mil direcciones de amigos, todos lo conocían así y por eso la placa de bronce en su nicho dice “juan@gmail.com”. Murió un día cualquiera, nadie sabe cómo ni de qué, lo encontró el portero sobre su laptop. Por encima de su cabeza para siempre inmóvil se leía en la pantalla “tienes 4256 nuevos mensajes”, a lo que nadie prestó atención. Todo estaba inmóvil, especialmente Juan, lo único que daba una sensación de temporalidad era ese ruido de campanita que hace la compu cuando llega un nuevo mensaje, que era casi continuo. Juan vivía solo, no se sabía de qué trabajaba, por su estilo de vida no debía necesitar mucho dinero ya que excepto por el delivery diario de pizza o empanadas que era lo único que comía, no parecía tener más gastos. Parece ser que recibía una renta de alguna herencia o parecido, no daba el tipo exitoso que se retira pronto y acomodado.
      El asunto es que cuando Juan murió, su laptop fue a parar vaya uno a saber dónde (sospecho que a la casa de alguno de los que trasladaron su cuerpo) por lo que los miles de mails acumulados seguirían allí mientras existiera Internet con sus mil amigos preguntando por él sin obtener respuesta alguna, un millar de amigos que no se conocían entre sí, sólo a Juan quien concentraba la atención y el control de esa especie de sistema planetario juancéntrico. Como todos tenían como único contacto a Juan, no se pudo hacer nada para rendirle un último homenaje al amigo entrañable, caprichos de los tiempos, amigos que sólo pueden existir si tenemos electricidad y banda ancha. Con el pasar de las semanas, y luego de varios intentos sin respuesta (Juan era muy querido, por lo que todos y cada uno de sus mil amigos no se daban por vencido), de a poco y con mala gana, dejaron de mandar mensajes que ya sabían no serían respondidos. Según el carácter de cada uno, iban rindiéndose ofendidos, enojados, desilusionados, abandonados... mil individuos sin duda componen un completo muestrario de las emociones humanas.
      Yo me enteré de todo esto porque vivía en el departamento de al lado, y cuando el portero fue a forzar la puerta para ver qué pasaba, asustado, me llamó para que fuera con él, y su intuición no le falló, pobre.

      Años después del suceso referido, me encontraba caminando por una calle en una de esas ciudades antiguas de Europa, laberintos abigarrados de casas en irreversible decadencia con olor a cebolla, curry e hígado frito las veinticuatro horas, siempre preservadas en el medio de alguna ciudad mucho más razonable, estas verrugas medievales siguen ahí para albergar inmigrantes ilegales y restoranes para turistas.
      Ya hacía un buen rato que daba vueltas sin rumbo fijo y ya me estaba aburriendo, buscando la forma de salir adivinando el rumbo en carteles en un idioma con todos los acentos posibles y alguno más. Andaba con ganas de ir a escuchar algo de jazz. Me gusta el jazz europeo, debe ser por lo que Django cambió para siempre en esta música, pero que no arraigó en América, fuckin' frenchies. Me llamó la atención una escalerita entre dos casas que descendía hasta la pequeña bahía con veleros y algunos botes que los paisanos usan para procurar la pesca del día. Vista desde la calle por la que estaba subiendo, este pasadizo invitaba a cortar camino hasta la costa donde seguramente encontraría el consuelo de una cerveza o vino sentado a centímetros del mar tranquilísimo. Sin dudarlo un instante, encaré con renovado entusiasmo el pasadizo, apenas un poco más ancho que mis hombros, si fuera un gordo de verdad, me quedaba encallado como en el cuento de Winnie Pooh, los escalones de piedra gastados, percudidos, desparejos y un poco quebrados (por su manufactura, guerra, terremoto o todo eso combinado) obligaban a prestar atención a la operación, por lo que yo sólo miraba la escalera calculando distancias y velocidades para el próximo paso. La escalerita era más larga de lo que parecía a primera vista, pasa lo mismo cuando estás en la montaña y mirás hacia abajo, como sea, mi atención en el piso quebrado no me pertimitía ver qué había en las paredes de los costados, pero por ese efecto que llaman visión lateral, sabía que las paredes eran altas y tenían salpicaduras de ventanas.       En mitad del descenso me toca pasar al lado de una ventana puesta más o menos a la altura de mi cabeza, me llamó la atención el relativo buen estado del conjunto: una de las hojas estaba apenas abierta, y unas cortinas de encaje blancas. Al pasar justo por debajo escuché una voz en mi idioma y acento que dice “tengo los mails que Juan nunca contestó”.

JCh, 2/8/09

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